Te seguimos extrañando, Saúl.
Por las noches se deshace el otero —contaba mi abuela—, era el único cerro de tierra blanca en kilómetros de pura tierra roja, ahí el viento es tan fuerte por las tardes que nadie podía vivir en esas tierras. Yo vivía en La Noria, el poblado más cercano a Otero, desde ahí por el día puede verse la punta del cerro pero de noche se desaparece.
Un día, mientras cuidaba las borregas, una corrió para
El Otero y tuve que ir a buscarla porque si llegaba con una menos seguro que mi
papá me deshacía la espalda a palos. Pasaba el medio día, el sol se reflejaba
con fuerza sobre la tierra blanca, había caminado bastante y ya no me quedaba
agua, me senté bajo la sombra flaca de un árbol sin hojas y me quedé dormida un
par de horas, el ruido del polvo golpeando en el árbol y los berridos de mi
borrega me despertaron. El polvo no me dejaba abrir los ojos, el tronco del
árbol era hueco y me metí para protegerme. La tierra oscureció el horizonte,
abracé mis rodillas y comencé a rezar. Cuando ya no escuché los berridos, el
viento soplaba con menos fuerza y ya no había polvo por todas partes, alcé la
cabeza y ya había anochecido. El cerro hizo un estruendo como desde sus
entrañas, saqué la cabeza para ver qué era lo que sucedía, la noche era
hermosa, la luz de la enorme luna llena se proyectaba contra el espejo blanco
que era la tierra de Otero, haciendo parecer a aquel cerro como una perla sobre
una nube. Desde donde estaba sólo podía escuchar cómo se desgajaba por el otro
lado el cerro hasta que quedó a la mitad de su altura, luego vi como poco a
poco se desprendía quedando un puñado de piedras. No podía creer lo que miraba,
de principio pensé que seguía dormida y me pellizqué un brazo, cerré fuerte los
ojos y al abrirlos me di cuenta que lo que veía era real: eran personas de
piedra. El fuerte viento había formado montoncitos de ramas que los hombres de
piedra juntaron para hacer fogatas alrededor del puñado de piedras que quedaban
del cerro. Parecía una fiesta, nadie decía nada pero las mujeres de piedra
hacían pan y comida con barro, los niños corrían alrededor de las fogatas y los
hombres, sentados, miraban. Así pasaron la noche. Daban las cuatro de la mañana
cuando las mujeres tomaron a los niños en brazos y los pusieron sobre el montón
de piedras, luego ellas se abrazaban cubriendo a los niños, siguieron los
hombres dando forma de nuevo al otero, al final subían los hombres y mujeres
más longevos que tenían jorobas y estaban llenos de arbustos.
Esperé que terminara de formarse el otero y salí del
tronco corriendo hacía mi casa. A la entrada del pueblo estaba mi madre con un
grupo de señoras, todos me estuvieron buscando pues por la tarde habían vuelto
las borregas y a media noche llegó sola la que había seguido hasta El Otero. —Terminó
de contar mientras limpiaba sus ojos y miraba al cerro que está pasando el río,
rumbo al panteón—.
Siempre que contaba de Otero sus ojos se
llenaban de lágrimas pues inventó la
historia una noche de junio, cuando murió su primer hijo varón, el viento había
soplado muy fuerte por la tarde, como un mal augurio que llevaba. Oscurecía
cuando mi tío ensilló su caballo para ir con su novia, a medio camino y sin
razón alguna el caballo reparó tirándolo de boca, el animal corrió enloquecido
sobre el pedregal llevando a rastras su delgado cuerpo que una cuerda sujetaba
del pie izquierdo a la montura. Cuando se dieron cuenta el caballo brincaba la
cerca de piedras que al caer hicieron un ruido ensordecedor, quedando mi tío,
aún con vida, sobre el montón de piedras ensangrentadas. Murió de camino al
hospital. Mi abuela no soportaba el dolor y sólo miró desde la ventana de la
cocina el funeral que se llevaba a cabo en el patio central de la casa. Él era
muy querido en el pueblo y para despedirse las personas abrazaban el féretro. Los
cirios duraron encendidos toda la noche, el viento volvió a soplar hasta
entrada la tarde, minutos después de sepultar su cuerpo.Publicado en A Rostro Oculto Revista No. 15
No hay comentarios:
Publicar un comentario