Desperté, como de costumbre, sin alguna expectativa para lo que resta
del día. Son ya las tres de la tarde, el calor es insoportable, entre
el sol y esta terrible resaca no puedo seguir durmiendo. No encontré más
alcohol en la despensa, supongo que debo salir a conseguir algo que me
regrese al estado en el que llevo más de un mes encerrado. Llego a
la primer licorería que recuerdan mis pasos- encontré un montón de
monedas perdidas entre la ropa sucia que alfombra mi cuarto- el
dependiente me reconoce pero se limita a meter la botella en una bolsa y
desearme buena tarde. El dolor de cabeza no me permitió recordar que
tomara las llaves antes de salir, tengo que romper un vidrio para poder
entrar, ahora me sangra la mano derecha. Encuentro una vieja libreta con
algunos esbozos de poemas, me recuesto a leer en el sillón más pequeño.
Busco algo para escribir de entre las cosas que, tal vez borracho, tiré
del escritorio junto a mi cama. Envuelvo mi mano en una playera que
tomé del suelo, no deja de sangrar. Bebo todo lo que hay en el vaso,
frente a la libreta vieja, con un lápiz ensangrentado y con las ganas de
escribir. Han pasado varias horas, está oscuro ya, tengo que prender
una luz para poder ver el papel, sigo sin saber qué escribir. Después de
unos diez o quince tragos resuelvo que estoy tan ebrio que igual no
podré escribir nada, pongo un poco de música y me tiro en la cama.
Publicado en Revista la Libélula No.19
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