Y comencé a asirme a recuerdos,
para lograr ver lo que sucedía
sin mí en el mundo.
Las
vacaciones me tenían aburrida, mi hermana era demasiado pequeña y tenía
que cuidarla mientras mamá volvía del trabajo. Pasábamos el día
encerradas, viendo televisión o jugando juegos tontos. Afuera,
trabajaban un par de señores que construían la casa, estábamos creciendo
y desde que se fue papá sólo habitábamos en un par de cuartos que se
quedaron a medio construir y a los que las goteras estaban tumbando a
pedazos.
Hacía un buen día
de verano y el calor se olía en el ambiente, era fin de semana, los
albañiles sólo trabajaban medio día. Como siempre, sólo se quedaba un
señor, el más grande, limpiando sus herramientas. Tocó la puerta, sólo
entreabrí y asomé la cabeza para ver qué quería, me pidió un poco de
agua porque ya no tenía refresco, dijo, cerré pero sin poner el seguro.
Cuando me devolví con el vaso en las manos, lo vi adentro, cerrando la
puerta. Me asusté y arrojé el vaso al piso, mi hermana se metió bajo la
cama en cuanto escuchó el quebrar del vidrio contra el suelo. Pasaron
unos minutos, horas quizá. Intenté defenderme, pero todo fue en vano.
Después de violarme y al darse cuenta que estaba inconsciente, casi
muerta, tomó un cuchillo y comenzó a apuñalarme. Estaba tan excitado que
olvidó por completo que mi hermana estaba en el otro cuarto, escuchando
todo, oculta sin hacer el menor ruido. Tomó lo que pudo encontrar de
valor y se fue. Mi hermana se quedó dormida, tal vez llorando, bajo la
cama. A media noche, cuando mamá volvía, se desvaneció al encender las
luces y encontrarme frente a la puerta, en un charco de sangre.
Publicado en Revista La Libélula No.20
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